Desde que tengo memoria, mi comida favorita, y la única que no compartíamos con el resto de la familia era la merienda. Mi abuela me recibía con los brazos abiertos a las 4 y media en punto de la tarde y me preguntaba qué quería merendar. 

Algunas veces me esperaba con un budín de naranja o un bizcochuelo casero recién horneado. Otras, compraba facturas en la panadería del barrio. Y siempre, pero siempre, me servía una taza gigante de chocolate caliente que yo soplaba bien fuerte hasta que se entibiaba. 

Pero hubo un día en que la abuela me sorprendió con unas galletitas que no había visto nunca: las palmeritas. Me dijo que eran sus galletitas favoritas pero que nunca me había convidado porque no sabía si me iban a gustar. Ahora que lo pienso a la distancia, puede que no me las haya querido presentar antes para que no se las comiera todas. 

Ahora que ella ya no está conmigo, busco repetir esa experiencia con mis sobrinos. Los espero todas las tardes con el chocolate caliente y un paquete de palmeritas Turimar. Tal vez algún día ellos hagan lo mismo con sus propios nietos.